Mis canciones

martes, 25 de mayo de 2010

EL MURO

Había una vez un muro. Era alto e infranqueable. La gente pasaba a su lado intentando adivinar qué habría tras tamaña fortaleza.
Los niños del pueblo jugaban apuestas a ver quién se animaba a saltarlo.
La curiosidad invadía a todos, pero nadie se había acercado más de la cuenta. Es innegable que el muro inspiraba miedo… Ese miedo que genera adrenalina, miedo a lo desconocido.
A ciertas horas del día, suaves sonidos salían de aquella fortaleza. Palabras con poco sentido, repetidas cientos de veces. Pero había momentos en los que el muro provocaba pavor: estrepitosos sacudones se oían tras él…, como si lo que ocultase fuera un volcán en erupción.
Todos querían saber qué había tras él, sin embargo, nadie se animaba.
Un día, una mujer se sentó al lado del muro. Prometió no moverse de allí hasta tanto qué o quién estuviera tras él se dejase ver.
Era una mujer joven, y extremadamente tozuda.
Le hablaba al muro con una suavidad inusitada, lo acariciaba, le cantaba las canciones de cuna que su madre le cantó de pequeña. A veces intentaba treparse, y le dejaba exquisitos platos, sin mirar hacia adentro para no molestarle.
La gente pasaba a su lado compadeciéndose de ella; pensaban que la pobre estaba perdiendo la cordura.
Pero, en su corazón, la llama de la esperanza se negaba a ser extinta.
Una oscura mañana de invierno, tras el muro, se oyó un sollozo. La mujer comenzó a acariciar sus fríos ladrillos. Le hablaba con más ternura que nunca, le decía que ya todo iba a pasar…
De repente, la última fila de ladrillos cayó estrepitosamente.
Ella cada vez le hablaba con mayor ternura, y no pudo evitar unirse a su llanto.
Se abrazaba al muro con un amor pocas veces visto.
Dos, tres, cinco, diez hileras de ladrillos cayeron.
En unos minutos sólo quedaban unos centímetros de aquel enorme muro.
Tras él había un niño pequeño, con una mirada esquiva, lejana, haciendo eternos movimientos con sus manitas de porcelana.
La mujer se acercó a él y lo abrazó con un abrazo infinito, de esos que no necesitan palabras.
El niño, poco a poco, dirigió sus ojos hacia ella. Y, simplemente, le dijo “MAMÁ”.
Karina Alejandra Insaurralde
Mamá de Valentina
Buenos Aires, marzo de 2010
http://valennuestrosol.blogspot.com/

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